Una visita al cielo

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Una visita al cielo

Una Visita al Cielo

La ruta mágica del Salar de Uyuni en Bolivia es un lugar mágico en el mundo.

Es uno de esos lugares únicos y vírgenes que quedan en el altiplano de Bolivia. Una vasta extensión de sal que ofrece las más increíbles estampas diurnas y nocturnas a lo largo de una emocionante ruta.

Desde San Pedro de Atacama al paso fronterizo que da entrada al altiplano boliviano hay menos de 60 km de distancia y más de 2.000 m de desnivel. En escasos 45 minutos se pasa de una altitud de 2.400 metros a casi 5.000. Son las 8 de la mañana y hasta llegar a San Juan, en la misma puerta del Salar de Uyuni, tenemos por delante 300 km de pistas de tierra.

A medida que escalamos la empinada ruta que nos conducirá a Bolivia, vemos cómo se van empequeñeciendo las blanquecinas manchas del Salar de Atacama y los lejanos y anaranjados perfiles del Valle de la Luna, al tiempo que se agigantan las imponentes formas del volcán Licancabur, que con sus más de 5.900 metros de altura domina todo el paisaje. Hacemos un alto para disfrutar de una magnífica vista del desierto de Atacama y de la mejor perspectiva de este colosal volcán que alcanza prácticamente la misma altura que la montaña más elevada del continente africano: el Kilimanjaro.

Nada más cruzar un improvisado paso fronterizo, cambiamos de paisaje, de terreno y de vehículo. Acabamos de entrar en el altiplano boliviano. Cargamos los bultos en un viejo Toyota y nos adentramos en los vastos escenarios andinos de arenas y piedras.

Lo primero que vemos a espaldas del Licancabur son dos llamativos lagos, separados por una estrecha franja de terreno: el Lago Blanco y el Lago Verde. Ambos aparecen congelados en amplias zonas de su superficie. La fina película helada que los cubre crea un sinfín de espectaculares efectos cromáticos.

Más adelante pasamos cerca de la Laguna Salada en el momento en el que los ocupantes de otro vehículo se han desnudado para darse un baño en una piscina termal en el borde del lago, a -8 o -10ºC. Seguimos subiendo en dirección a los Géiseres del Sol de la Mañana. Ya estamos a 5.200 metros y la vegetación ha desaparecido por completo. Ahora todo es rojo y pedregoso. Estamos en el desierto de Siloli. El de esta parte de Bolivia, probablemente, es el campo de géiseres más elevado del mundo (unos 5.000 m). Cuando el espectáculo de humos de primera hora concluye, se inicia el de los barros y líquidos hirvientes, que durará el resto del día. El azufre, el cobre, el hierro… pintan con los intensos colores de sus óxidos los pequeños cráteres que llenan la hondonada.

MÁS AVENTURA. Domingo, nuestro socarrón conductor boliviano, proclama en tono triunfante: «Se acabó el camino bueno… ¡El auténtico viaje empieza ahora!».

Después continúa batiendo palmas al ritmo de las quenas que suenan en el cassette. Nos ofrece hoja de coca para aliviar los posibles síntomas de la altura. Le aceptamos la gentileza y llenamos los carrillos de un amasijo amargo y verde que rumiaremos a lo largo de todo el viaje.

La distancia con el otro vehículo acentúa la pequeñez de las dimensiones conocidas, comparadas con los gigantescos escenarios que nos rodean. La Laguna Colorada, una de las grandes maravillas del altiplano boliviano, es del color de su nombre gracias a unas minúsculas algas que le regalan sus rojos vegetales. El carbonato cálcico, por su parte, es el responsable de los blancos que forman no sólo costra en amplias zonas del lago, sino verdaderas islas blancas que sirven de promontorio a la nutrida fauna alada del lugar. En el lago habita, de forma permanente, una numerosísima colonia de flamencos andinos (más de 20.000), que aumentan, aún más, el atractivo natural del paraje.

Hace ya más de nueve horas desde que salimos de San Pedro de Atacama y seguimos levantando polvo a través de los sorprendentes escenarios del desierto alpino de Silole. Acabamos de llegar a la zona de las lagunas intermedias, un conjunto de más de 15 lagunas que humedecen levemente esta piel curtida y seca del alto boliviano: Cañapa, Ramaditas, Honda, Hedionda…

COCHE VOLADOR. Hay que seguir camino hacia San Juan, a más de 100 km. El sol está empezando a ocultarse y, aunque parar no nos viene bien, es imposible resistirse al espectáculo que el atardecer está montando tras la cordillera. Una hora después de anochecer, entramos en el Salar de Chiguana. El chófer exclama: «¡Domingo saca las alas!», y, a partir de ese momento, volamos… porque la sensación más parecida a ir a toda velocidad en una superficie salina y completamente lisa, en la noche, es estar en una pista de aviación a punto de despegar.

Alrededor de las ocho de la tarde llegamos por fin a San Juan. Una especie de pobre Tombuctú del altiplano en el que el viajero puede descansar y aprovisionarse. El lugar es elemental: construcciones de una sola planta hechas con bloques prefabricados de hormigón y cubiertas metálicas onduladas. El único edificio de dos plantas es un modesto hotel donde cocinan sopa de quinua y filete de llama. Todo un lujo para la precariedad de estas tierras.

Es 19 de agosto y los del lugar celebran la Pachamama, un ritual dedicado a la Madre Tierra en el que se mezclan los conjuros, el fuego, las canciones y el alcohol. Al día siguiente, muy temprano, partimos para el Salar, deteniéndonos antes en Santiago, una pequeña y bonita aldea que conserva todo el sabor de las costumbres y las construcciones tradicionales.

En la mañana también hemos visto un par de necrópolis precolombinas. Asombra la riqueza arqueológica de estos lugares y su casi absoluta falta de protección. Existe un continuo y conocido tráfico de piezas singulares, que esquilma incesantemente estos santuarios.

Para cualquiera, resulta sorprendentemente fácil hacerse con platos, vasijas, incluso con ropajes milenarios, inconcebiblemente bien conservados por la sequedad ambiental de este desierto. Basta con meter la mano y llevárselos. Luego, en las subastas de Nueva York o Londres, estas reliquias se comprarán por miles de euros, libras o dólares.

GRAN MOMENTO. Son las 12 del mediodía y llegamos al Salar de Uyuni. Estamos solos. La inmensidad del limbo blanco que surge ante nosotros desconcierta y sobrecoge. No hay polarización óptica que resista la explosión de luz. No sé si lagrimeo por la emoción o porque no aguanto la intensidad lumínica. El lugar resulta, definitivamente y en todos los sentidos, deslumbrante.

El Salar de Uyuni o de Tunupa se formó hace unos 13.000 años como consecuencia de la evaporación de grandes lagos salados que cubrían el sur del Altiplano. Está situado a 3.690 metros de altura y es el más grande del mundo. Su extensión supera los 12.000 km2 (aproximadamente 180 km de largo por 70 de ancho).

Hace 15.000 años, el primitivo lago Tauca ocupaba 40.000 km2 y tenía una profundidad media de 70 m. Hoy, una parte de aquel remoto lago es el Salar de Uyuni y su profundidad, no de agua, sino de sal, oscila entre 120 y 500 m. En algunas zonas del salar, el suelo es como piedra pulimentada o mármol blanco bruñido; en otros lugares, la superficie salada se ha craquelado como un viejo cuadro monocromo. Celdillas pentagonales o hexagonales lo pavimentan todo. Aquí como en los desiertos más sedientos del planeta el terreno también se cuartea, pero en lugar de mostrar oscuros vacíos, sus grietas hacen brotar flores de sal.

Mientras surcamos este mar blanco y petrificado, Domingo nos habla de las leyendas de sus gentes, de los aymaras y de los quechuas, pueblos ambos que viven desde siempre en la zona.

Según la mitología aymara, en otro tiempo, los cerros sabían caminar y enamorarse. La montaña Tunupa era una hermosa mujer llamada Mika Tayka, cuyo hijo recién nacido murió. El llanto de la madre creó los lagos de la zona y, después de secarse sus lágrimas, la leche de sus pechos lo desbordó todo, dando lugar al gran salar.

Estas poéticas leyendas contrastan con el hecho de que el Salar de Uyuni es la mayor reserva de litio del planeta; lo cual es una magnífica oportunidad económica para Bolivia y también una amenaza para el futuro de este espacio natural, ya que el litio es esencial para fabricar las modernas baterías eléctricas.

En este océano de sal, en esta Antártida del Altiplano boliviano, las lejanas elevaciones de tierra son como icebergs oscuros o mundos lejanos que despiertan la imaginación.

Llegamos a la isla de Incahuasi. Al igual que las otras que emergen del salar, son las cumbres de antiquísimos volcanes, hoy extintos y poblados por cactus de hasta 15 m de altura y más de 1.000 años de antigüedad. Sentarse en la parte alta de esta pequeña isla es como estar con los pies colgando al borde del infinito. Se experimenta una extraña sensación de bienestar, ausencia e ingravidez emocional. El silencio es tan profundo que el sonido de la propia respiración molesta. Un vehículo en el horizonte parece una diminuta estrella que destella su reflejo del parabrisas en una lejana galaxia de blancos y azules.

SOMBRAS IMPOSIBLES. Después de pasear por la playa de la isla Pescado, nos dirigimos hacia Coquesa, uno de los minúsculos pueblos que hay al pie del imponente volcán Tunupa. En su base, una colonia de flamencos puebla las lagunas de los márgenes del gran océano blanco. A las 6.30 de la tarde nos adentramos en el salar para contemplar la puesta de sol. Jugamos con nuestras sombras, que se proyectan y se alargan hasta lo indecible en una pantalla inacabable. Todo son exclamaciones de asombro y de tonta felicidad.

Pasamos la noche en Tahua, una pequeña población en la que hay un modesto hotelito hecho de bloques de sal. Después de cenar, salimos a contemplar el cielo. Allí están todas las galaxias, sistemas solares y luces del universo. A 4.000 m de altitud todo se ve con una nitidez e intensidad lumínica desconocidas.

A la mañana siguiente, después de una hora y media de llanear por aquel blanco infinito, hacemos la última parada. Las metáforas surgen sin dificultad. La última que nos sugiere esta singular experiencia viajera es la de haber deambulado por uno de aquellos paisajes serenos e imaginarios que crean los japoneses cuando diseñan esas bandejas llenas de polvo de piedra blanca, sobre las que colocan pequeñas piedras oscuras a modo de ’islas lejanas’.

El Salar de Uyuni tiene algo de onírico, posee el color de los sueños, pero es asombrosamente único y real.

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Fuentehttp://www.fueradeserie.expansion.com/2011/08/17/viajes/1313576858.html